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Hace algunos años, durante el pontificado del papa Benedicto XVI, el P. General Adolfo Nicolás esbozó puntos para una posible carta a la Compañía. Aunque nunca escribió la carta, sí compartió estos puntos con algunos amigos. El siguiente texto, aunque todavía resulta improvisado e informal, expresa claramente la dirección de su pensamiento. Con el permiso del P. Nicolás, lo compartimos ahora.
Durante algún tiempo, los religiosos nos hemos preguntado acerca de nuestra vida en la Iglesia y el poder y la atracción de nuestro testimonio. No se necesita una visión extraordinaria o un análisis profundo para darse cuenta de que lo que llamamos “vida religiosa” ha perdido algo de su impacto en la Iglesia y fuera de sus muros. Por supuesto, esto no es universal. Algunos grupos de religiosos han mantenido e incluso aumentado su credibilidad por la autenticidad de su vida, su servicio a los pobres o la profundidad de su oración. Sin embargo, las preguntas persisten. ¿Qué hemos perdido? ¿Dónde nos hemos equivocado? ¿Hemos entendido mal nuestra llamada a la renovación? ¿Estamos sin rumbo?
Los clásicos como modelos
He estado releyendo algunos de los clásicos de la vida religiosa: Ignacio de Loyola, Francisco Javier, Juan de la Cruz, Teresa de Ávila. Los he encontrado más refrescantes para el corazón. Es como volver a casa de nuevo a los orígenes, al primer amor, a cuando pensé por primera vez que había algo por lo que valía la pena dar toda mi vida. Seguí preguntándome: ¿qué es lo que estaba tan presente en ellos y que parece que hemos perdido? Creo que es su centramiento total. Habían sido atrapados por el Espíritu, el fuego, la vida y el estilo de Cristo, y se habían quedado allí, totalmente centrados, explorando sus profundidades, reconstruyendo toda su vida alrededor de este nuevo centro. Tocaron terreno en esta experiencia y vivieron todo lo demás, quemándose con ella, compartiendo el fuego y la luz con los demás. Se volvieron luminosos para generaciones de personas que buscaban las mismas profundidades o se sorprendían de la existencia de tales profundidades. Estos “clásicos” (a falta de un término mejor) estaban totalmente centrados. Al lado de estos santos, parecemos estar enormemente y –si me permiten la expresión- estúpidamente “distraídos”.
Sobre esto quiero compartir algunas reflexiones. Hay que tener en cuenta que no escribo como uno de los clásicos. Ellos sabían acerca de Dios y escribieron sobre cómo entrar profundamente en la vida de Dios. Sé de distracciones –soy casi un experto en ellas- y escribiré de lo que sé.
De “distraerse en la oración” a “distraerse en la vida”
Las distracciones durante el tiempo de oración fueron una gran preocupación en los primeros años de mi vida religiosa. Cuando en aquellos noviciados aislados, casi ocultos, de antaño, buscábamos en nuestras vidas algo que decir en las confesiones semanales, las distracciones en la oración siempre nos salvaban. Me llevó muchos años de lucha y fracaso darme cuenta de que mi verdadera distracción estaba en mi vida, no en mi oración. Estaba distraído en casi todas las áreas de la vida, el trabajo o el estudio. No es de extrañar que mi oración sufriera el mismo malestar. ¿Cómo podría centrarme en la oración, cuando mi mente y mi corazón estaban distraídos con tantas cosas?
Esta comprensión me abrió de par en par una puerta a la conciencia y a uno de los medios de oración ignacianos más tradicionales: el Examen. Yo, como muchos de mis amigos en la vida religiosa, no era una mala persona. Éramos compañeros decentes, esforzándonos lo más posible en hacer bien lo que se nos pedía que hiciéramos, desde la oración hasta la enseñanza, jugar al fútbol y ayudar en la liturgia de la Semana Santa.
Incluso cantábamos bien. Pero estábamos “distraídos”. Puedo ver eso después de releer a nuestros Maestros, los Clásicos.
Las tentaciones fáciles para distraerse
Hay que tener en cuenta, por favor, que no quiero culpar a nadie personalmente. Si estábamos distraídos era porque las distracciones nos rodeaban. Por lo general, eran las distracciones de “sentido común” de cualquier comunidad humana. La mayoría de las veces, estas distracciones son tan parte del “sentido común” que, si no las aceptas, se te considera extraño, poco fiable, a veces incluso traidoramente desleal al grupo. Incluiría aquí todos los factores que pertenecen a grupos sociales, étnicos o culturales. Desafortunadamente, no es difícil encontrar religiosos profundamente involucrados en tales grupos, que han proyectado sobre ellos o sobre “causas” limitadas todo el idealismo de su juventud, para terminar convirtiéndose en líderes de intereses sociales, étnicos o culturales muy limitados. Y esta es una gran distracción, algo que nunca vi en ninguno de los “clásicos”.
Otra de las tentaciones “fáciles” es la identificación emocional con grupos que sufren algún tipo de complejo. Ahora estoy pensando en grupos que, en el pasado, han sufrido opresión o injusticia y ahora usan esta auténtica mala experiencia como razón para reclamar un estado de “víctima” eterna. A veces, los grupos que han sido marginados en el pasado pueden usar esto como palanca para vivir en una situación privilegiada para siempre. Debido a que las personas consagradas tienen generalmente buen corazón, son propensas a esta distracción.
En otras palabras, las personas religiosas que quieren representar el Evangelio de Jesucristo tienden a ser débiles frente a las ideologías y al pensamiento ideológico. Tenemos dificultades con las ambigüedades y las áreas grises de la realidad. Debido a que estamos capacitados para un compromiso total, proyectamos fácilmente la verdad total sobre cualquier compromiso al que nos sentimos llamados, y nos volvemos ciegos a los matices, las ambigüedades e incluso las contradicciones de una cosmovisión “en blanco y negro”. Durante un buen número de años estuvimos divididos en nuestras congregaciones religiosas –incluida nuestra Compañía- entre los del sector social y los de la educación; entre los que sirven a los pobres y los que sirven a la élite. Justificamos –o tratamos de justificar- las elecciones teológicamente, sin darnos cuenta de que se trataba realmente de una operación ideológica. ¡Qué distracción! No siempre entendimos que una opción preferencial por los pobres era una opción por amor, desde el corazón, desde adentro, como cuando Jesús sintió compasión por las multitudes pobres. Una opción por los pobres no se puede “exigir” a los demás, porque tiene que venir del corazón. Sin esta importante idea, tradujimos “opción preferencial” como “obligación moral” y nos sentimos justificados al exigir esto a todos, bajo la amenaza de considerarlos menos cristianos, menos comprometidos, menos evangélicos. Cuando lo llevamos al extremo, ni siquiera podíamos tratar con ellos como hermanos y hermanas; eran traidores a la causa del Evangelio.
El perfeccionismo como distracción narcisista
Sin embargo, no se debe pensar que todas las distracciones provienen del exterior. Al menos una proviene de esa búsqueda muy religiosa de bondad, obediencia a Dios y crecimiento espiritual. La hemos llamado “perfeccionismo” y lo hemos pintado de diferentes colores en diferentes edades y contextos. Es una vieja distracción, pero siempre ha sido mortal para la visión religiosa y la vida. San Pablo, junto con los primeros cristianos, reaccionando a excesos muy particulares y visibles de algunos grupos profundamente comprometidos, lo llamó “fariseísmo”. Lo hemos encontrado y jugueteado con él a través de los siglos; y siempre hemos sentido que no fue un problema sólo para el tiempo de los Apóstoles, sino que ha sido una tentación, una verdadera distracción, para todos en todos los tiempos.
La psicología moderna presta mucha atención al fenómeno de especial preocupación por uno mismo, por la propia imagen, por las apariencias o la percepción de los demás. Algunos lo llaman “narcisismo”. Ciertamente se ajusta al tipo de distracciones con las que estamos lidiando. Estamos distraídos, paradójicamente, por nuestro propio impulso hacia la perfección. Aquí los clásicos son de gran ayuda. Estos hombres y mujeres siguieron a Cristo incondicionalmente en su kenosis, su vaciamiento y, por lo tanto, no estaban distraídos por nada del yo que pudiera interponerse en el camino. Incluso usaron un lenguaje que era lógicamente “excesivo” para expresar la totalidad de su concentración: “Incluso desearía sufrir la maldición de ser separado de Crist”, “no me mueve, mi Dios, para quererte…”, “nada, nada, nada”, “la tercera manera de humildad…”, “creer que el blanco que veo es negro”… y así sucesivamente.
La distracción perfeccionista puede ser muy sutil para nosotros los jesuitas. No es difícil detectarla (¡con más o menos alarma!) en mí mismo o en otra persona, pero es más difícil de identificar en el grupo o en la institución en la que trabajamos. La distracción básica se complica aún más por “distracciones anejas” como la competencia, la necesidad compulsiva de estar al día en tecnología, tener aparatos electrónicos, usar nuevas posibilidades de comunicación, etc. La institución puede tender a hacer del “perfeccionismo” la norma para un progreso medible y la garantía de un futuro en un mundo de mercados difíciles. No es de extrañar que, excepto durante las solemnidades de la Semana Santa, nunca celebremos el “fracaso del Reino de Dios” al seguir a Cristo. En cambio, siempre y sólo celebramos el éxito. ¿No contribuye esto a mantenernos distraídos con las decisiones equivocadas?
El Ego como distracción número uno
Por supuesto, la distracción más grande y central de todas es el yo. Nuestro ego nunca descansa y siempre atraerá nuestra atención hacia sí mismo. Sin necesidad de quitar importancia al papel de los “agentes espirituales” –buenos o malos-, podemos decir con seguridad que el ego es la mayor fuente de distracciones a lo largo de nuestro viaje por la vida.
La distracción ocurre cuando el enfoque de nuestras mentes y corazones está fuera de lugar. Experimentar contradicciones o dificultades –a veces incluso serias- forma parte de vivir y comunicar el Evangelio. La persona verdaderamente espiritual vive esta experiencia con una enorme libertad interior que la lleva a una intimidad más cercana con Dios, con la verdad y con los pequeños que son los verdaderos expertos en sufrimiento. Aquellos que son menos espirituales sufren dificultades y las ven todas como un complot contra el yo. Se sienten perseguidos y, naturalmente, pierden su paz interior y alegría. Centrarse en el yo incomprendido o herido termina siendo una distracción gigantesca.
Un proceso similar ocurre cuando nuestro enfoque en la toma de decisiones no está en la voluntad de Dios, que nunca puedo controlar o dirigir, sino en la opinión de otros, ya sea alguna opinión mantenida popularmente o la opinión de aquellos que nos gustan, amamos, o admiramos. Esto es lo que yo llamaría la “distracción de popularidad”, y proviene de cambiar el lugar y el proceso de nuestra toma de decisiones del largo y nunca controlado proceso de discernimiento, a la dinámica más fácil de los sentimientos y acciones grupales, incluso de personas santas y honorables.
También ocurre cuando nuestros horizontes humanos y espirituales se reducen. La forma más común en que esto sucede es, obviamente, cuando nos enamoramos de nuestras propias opiniones, especialmente si pensamos que esas opiniones son inteligentes, las mejores de todas. Podemos estar tan distraídos por nuestras propias opiniones que, si las enumeráramos, nunca terminaríamos. Cuando San Ignacio ofrece a las personas que terminan los Ejercicios Espirituales algunas reglas para tener los sentimientos y actitudes correctas en la Iglesia, está tratando de ayudarlas a liberarse de esta distracción de horizontes estrechos. Las palabras suenan duras y difíciles de aceptar, pero lo que el santo quería era libertad, apertura a algo más grande que unas pocas ideas, aunque resulten ser las mías.
La importancia de esta libertad se hace evidente si, en lugar de opiniones personales, hablamos de ideologías y opciones ideológicas. ¿Cuántas decisiones personales o incluso grupales, descritas como el resultado del discernimiento individual o comunitario, son en realidad sólo elecciones ideológicas, disfrazadas con el lenguaje del discernimiento, pero que provienen de un proceso que sólo en la forma se asemeja al verdadero discernimiento? En tales casos, incluso la teología funciona como una herramienta para los intereses ideológicos y se convierte en una distracción.
La distracción del ego es más poderosa cuando la comunidad, o la relación espiritual con la comunidad, se desvanece o desaparece. Nosotros, personas consagradas, nos hemos comprometido a encontrar la voluntad de Dios juntos, como un cuerpo, una comunidad de fe, misión y amor. Aquí encontramos el verdadero significado de la obediencia, ese voto de los religiosos a menudo mal entendido. La mala noticia es que esto es muy difícil, particularmente para los más visionarios, los más inteligentes, los más dedicados a una u otra causa importante. Siempre es mucho más fácil ir solo, con inspiración personal (principalmente mental o emocional). Por extraño que parezca, es más fácil llamarse profeta que discernir con los demás y tener que lidiar humildemente con las debilidades de nuestro pensamiento o nuestras sugerencias. Podemos convertirnos en profetas fuera de la comunidad, hasta que las personas con autoridad quieran silenciarnos, y luego corremos a la comunidad buscando protección, incluso a veces culpando a la comunidad o a sus líderes por falta de comprensión, coraje, visión y apoyo. No hay mala voluntad deliberada. Hay muy buenos deseos, mucha visión, gran determinación para marcar la diferencia… ¡pero, no obstante, estamos distraídos!
Distracciones de los medios y del mercado: aparatos, internet…
Estas distracciones son las más comunes y las más fáciles de detectar. Están justo delante de todos nosotros, y pocos de nosotros podríamos reclamar inmunidad total o parcial frente a ellas. Por lo tanto, no son las más peligrosas. Ciertamente necesitamos estos medios y algunos de los aparatos. Esta no es la pregunta. Pero, ¿por qué sentimos que somos de alguna manera inferiores si no estamos actualizados en ellos? ¿Por qué nos sentimos tan mal siendo diferentes? ¿Por qué es tan importante para nosotros ser aceptados, ser parte del equipo?
Tal vez seguimos distraídos porque ya no decidimos más. Hemos permitido que los medios definan una nueva ortodoxia, un nuevo canon de “verdad”, que ya no es la verdad, sino una opinión pública intencionalmente construida y acrítica. La forma en que se desarrolla la nueva cultura de la información nos confronta con opciones básicas. ¿Queremos información o comprensión? ¿Velocidad o profundidad? ¿Centrarse en Cristo o navegar por la Web? Sé que éstas no son opciones exclusivas, y ninguno de nosotros soñaría con considerarlas así, pero pueden volverse tan reales en nuestra vida no atenta como cualquier otra distracción.
Distracciones de la superficialidad en el ámbito religioso
Estas son distracciones que nos afectan particularmente a los jesuitas, dada nuestra larga formación intelectual. Nos afectan cuando nuestro crecimiento intelectual no termina en oración, adoración, ministerio. Son particularmente inquietantes porque suceden dentro de la Iglesia y dentro de su vida de fe. Tendemos a pensar que lo que no encaja con mis teorías no tiene significado; que si no puedo encontrar el “sentido” es un “sin sentido”. Y somos bastante intolerantes con los disparates. Luego adoptamos la típica postura inmadura de “todo o nada”, convenciéndonos de que “si no estoy de acuerdo, no tiene sentido”. San Ignacio salió al paso de esta tendencia con sus reglas para sentir con la Iglesia. No le preocupaba lo que tenía sentido para él, sino lo que tenía sentido para la gente, la gente sencilla de su tiempo, los fieles sencillos en la Iglesia. Tendemos a alardear a veces: “Nunca elogio lo que no me gusta”. Ignacio nos dice que alabemos todo lo que ayuda a las personas en su devoción, su oración, su sentimiento de cercanía con Dios y su Iglesia. Sus reglas tienen un fuerte color y enfoque pastoral. En ellas, Ignacio nos dice que no nos distraigamos con nosotros mismos, con nuestras ideas, nuestros gustos y disgustos, nuestras opiniones y teologías, sino que consideremos a las personas caminando y viviendo en la presencia de Dios. Olvídate de ti mismo y defiende la vida de estas personas.
Los grandes jesuitas me parecen hombres de una pieza: enteros, dedicados, consistentes, bien orientados y no distraídos en lo más mínimo. Una mirada más cercana a nuestra historia jesuita puede ayudarnos. Todos estamos muy orgullosos, y con razón, de nuestra historia y de los grandes hombres que la llenan. Cuando los miro desde la perspectiva de nuestras distracciones, lo que me sorprende de todos ellos es su total dedicación a su vocación y su misión. Son personas que han dado todo y permanecen bien orientados hacia el objetivo final de su autodonación: Dios y el servicio de su Reino. Llevaría demasiado tiempo desarrollar cómo cada uno de ellos realizó este compromiso totalmente concentrado. Recordemos algunos nombres, a los que se podrían añadir otros muchos:
- Los fundadores: Ignacio, Javier, Fabro…
- Los creadores: Anchieta, Vieira, Castiglione, Pozzo…
- Los pioneros: Ricci, De Nobili, Brebeuf, Teilhard, Arrupe… Ø Los místicos: Ignacio, Javier, Colombière, Teilhard…
El recuerdo de estos hombres me parece una invitación para ir al centro; el centro en Dios y el centro de nosotros mismos y nuestra vocación en la Compañía y en la Iglesia. La vocación y la misión que hemos recibido del Señor y que hemos heredado de nuestros predecesores no permiten seguidores o servidores “distraídos”. El Señor continúa llamando a hermanos y amigos para que sigan a su Hijo, personas que están dispuestas a dar todo por su sueño de salvación para toda la humanidad. La tarea sigue siendo tan inmensa y desafiante como siempre. La respuesta, también, debe ser total, concentrada, tan centrada como siempre o incluso más, porque estamos comenzando a comprender que el plan de Dios siempre ha sido un plan para el universo y no sólo para la familia humana. La presencia de Dios en toda la creación está redefiniendo nuestra misión con los ecos del Génesis y de Pablo, renovados en los recientes llamamientos del Santo Padre el papa Benedicto XVI. Una vez más, escuchamos a Ignacio recordarnos que aquellos, que quieran distinguirse en el servicio de tal Señor, ofrecerán toda su vida al trabajo…
Esta es la oración que acompaña a esta carta: que todos respondamos de nuevo al llamamiento incesante de nuestro Señor Jesús por el bien de la Iglesia, de la humanidad y del universo.